Hay un amplio consenso en la comunidad científica sobre los perjuicios que produce la contaminación lumínica. La presencia de luz artificial en horario nocturno hace desaparecer la oscuridad natural y en consecuencia altera decisivamente las condiciones ambientales de los ecosistemas, provocando desequilibrios que ponen en peligro la supervivencia de muchas y muy diversas especies animales. La luz artificial mata, de forma directa e indirecta. Además, en los últimos años ha crecido la preocupación por la desaparición de insectos -por ejemplo, las abejas- cuya participación es esencial en la polinización de las plantas y, en consecuencia, en la producción de frutos que forman parte de nuestra alimentación y en la propia reproducción de la flora del planeta. Ahora sabemos que una de las causas que alienta la reducción drástica de polinizadores es la contaminación silenciosa de la luz.
También tenemos hoy un conocimiento mayor de como la luz artificial por la noche afecta a la salud humana y es una causa que está detrás de graves patologías. Hay muchas investigaciones al respecto y habrá muchas más en los próximos años. Y es bien conocido el impacto económico de la contaminación lumínica: la iluminación consume alrededor del 1 % del producto interior bruto mundial y devora hasta una quinta parte de la electricidad producida. Solo en España la iluminación de la noche supone un gasto anual cercano a los mil millones de euros.
Iluminar bien, que no es iluminar mucho, permitiría ahorrar sin demasiadas dificultades entre un 30 y un 50 % de ese consumo. En euros, supondría liberar unos cuantos cientos de millones cada año, cientos de millones que ahora mismo echamos mucho en falta. Iluminar bien no significaría apagar todas las luces, sino emplear únicamente las luces allá donde se precisan, cuando se precisan y con las características adecuadas. En la línea, dicho sea de paso, de lo que es común en países como Alemania, que tantas veces ponemos como ejemplo.
El exceso de iluminación es hijo de una concepción equivocada del progreso, asociada a un consumo irracional e insensato de los recursos. Pero la fiesta terminó: la humanidad no puede seguir haciendo un uso irresponsable del planeta. La emergencia climática, que ya nadie razonable niega, pone delante de nuestros ojos las consecuencias de varias décadas de pésimas prácticas a las que hay que ponerle freno urgente.
Una de esas pésimas prácticas es la contaminación lumínica. No necesitamos tanta luz en nuestras noches, no necesitamos llenar de luz las fachadas de edificios históricos con intenciones decorativas más que dudosas, no necesitamos tanta luz en las calles y en las carreteras, no necesitamos tantas pantallas luminosas multiplicándose a nuestro alrededor. Nunca las hemos necesitado. Pero estos días, con la población confinada en los hogares en cumplimiento del estado de alarma, todas esas luces que siguen encendiéndose cada noche a las mismas horas resultan particularmente grotescas. Nunca como estos días se ha visto tan clara la inutilidad de ese gasto en energía. Nunca como estos días se ha visto tan claro, también, lo necesario que sería ese dinero para atender urgencias sanitarias. Resolver la crisis del coronavirus es una prioridad, pero no es incompatible con empezar a pensar qué mundo queremos tener cuándo superemos esta crisis. No es incompatible con empezar a pensar cuál queremos que sea, después de todo esto, nuestra nueva normalidad.
Ayer y hoy, cada farola encendida sin necesidad es una herida. Una herida para la Tierra y para la humanidad. Podemos empezar a curar esas heridas en todas las ciudades, en todos los pueblos. Podemos reducir radicalmente la iluminación sin dificultar el tráfico de personas y vehículos. Podemos apagar las luces innecesarias, que son muchas. Podemos ganar oscuridad y redescubrir la noche, que es necesaria también para nosotros. Redescubrir, además, el paisaje de las estrellas, un patrimonio cultural que le sirvió a la humanidad para hacer arte y ciencia, para soñar mundos mejores.
Martin Pawley (Agrupación Astronómica Coruñesa Ío).
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