Cuando tenía trece o catorce años, mi padre se había dado cuenta de que algo astronómico bullía dentro de mi cabeza. Y un día, con su pedido del Círculo de Lectores, me trajo de regalo un libro de Stephen Hawking que se llamaba Agujeros negros y pequeños universos y otros ensayos. Quedé como hipnotizado leyendo y releyendo mil veces sus páginas. Los agujeros negros contienen en ellos la fascinación por lo que no entendemos, por el límite y lo extremo. Como dice el propio Hawking en otro libro maravilloso, Corazones solitarios del Cosmos, llamar a estos cuerpos así fue una jugada maestra de John Wheeler porque crea una conexión, relacionándolos con el miedo de las personas a ser destruidos o tragados. Es por esto que la gente siente una atracción casi mística hacia ellos.
Mucho se ha escrito sobre ellos también en esta revista, por ejemplo en el excepcional artículo «Galaxias activas» de mi amiga y colaboradora Montserrat Villar Martín en junio de 2015. Hoy vamos a hablar de ellos y más concretamente de los absolutamente gigantes. El principiante en astronomía seguro que ha escuchado que los agujeros negros se originan en las supernovas de estrellas de masas más altas. También sabrá que en el interior de (no todas) las galaxias, en su mismo centro, nos encontramos con estos objetos. ¿Son iguales los agujeros negros estelares y los de los centros galácticos? No, estos últimos son mucho más pesados. Normalmente millones de veces más. Y recordemos que la cantidad de masa que contienen es proporcional a su tamaño y que son objetos tridimensionales cuyo horizonte de sucesos (el famoso lugar a partir del cual ni siquiera la luz puede escapar) es en realidad una esfera y no un agujero o cualquier otro tipo de superficie.