En 1593, un joven Johannes Kepler buscaba contestar a una pregunta: «¿cómo vería los fenómenos celestes un observador situado en la Luna?» Responderla lo llevó a plantear sus tres leyes… y a escribir la primera novela de ciencia ficción.
El universo observable tiene un radio de, aproximadamente, 46 508 millones de años luz, pero no siempre fue así. Y no tiene que ver solo con el hecho de que originara en el big bang y se haya estado expandiendo de forma acelerada desde entonces, sino porque, durante miles de años, el tamaño del cosmos estuvo más relacionado con la concepción que los humanos teníamos de él que con la física que lo describe.
Costó muchísimo tiempo empezar a descifrar los secretos de aquellas luces brillantes que observábamos en el cielo, de las fijas y las errantes, de los eclipses… de toda aquella magnificencia que, por algún motivo, giraba a nuestro alrededor y nos situaba en el centro de todo lo que creíamos que existía.
La cosmología precedió a la ciencia. Hubo un tiempo, remoto ya, en el que aquella tenía más de mito que de logos. El tiempo de los antiguos egipcios, las civilizaciones mesopotámicas, India, China… Hoy, aunque ya tenga más de logos que de mito, lo cierto es que ni la cosmología ni ninguna otra ciencia ha llegado a abandonar del todo cierta dimensión imaginaria o enfoque creativo. En realidad no puede, son las dos caras de la misma moneda: todos los nuevos descubrimientos y adelantos científicos fueron, alguna vez, tan solo una narrativa, una idea, en la mente de un investigador.
Gisela Baños
Artículo completo en la revista de septiembre de 2023.