El grupo de Tom Nordheim, del Jet Propulsion Laboratory, publicó el pasado agosto un modelo que predice los lugares sobre la superficie de Europa donde sería posible que restos biológicos o evidencias bioquímicas de vida pudieran emerger desde el océano interior y sobrevivir en la superficie el tiempo suficiente como para ser detectadas. El modelo tiene en cuenta principalmente que la superficie está sometida a intensos flujos de electrones y protones provenientes de la magnetosfera de Júpiter. También considera que la superficie es muy activa geológicamente y cambia con el tiempo.
Las partículas energéticas cargadas de la magnetosfera joviana son dirigidas hacia Europa a medida que el campo magnético de Júpiter rota con su planeta en un periodo de 10 horas. Algunas de estas partículas pueden evitar su impacto contra la superficie de Europa, desplazándose a través de las líneas de fuerza del campo magnético, y acaban formando parte de la cola de plasma que deja Europa tras de sí. Pero la mayoría de las partículas, sobre todo protones, iones pesados y electrones, caen sobre la superficie de Europa, creando diferentes patrones de irradiación.
En caso de existir alguna forma de vida en el océano de Europa, su existencia sería corta y predecible en el momento en que llegara a una superficie tan irradiada. Al emerger desde los entornos protectores de las profundidades, incluidos el océano y la corteza de hielo, y quedar expuestos sobre la superficie helada de Europa, la radiación esterilizaría los materiales emergidos en breve tiempo. Pero el efecto no sería el mismo en todas las latitudes.
El modelo de Nordheim predice que los lugares con mayor intensidad de irradiación se encuentran alrededor del ecuador, y esta intensidad decrece hacia los polos. Por lo tanto, los resultados del modelo de Nordheim y sus colaboradores indican que las latitudes altas ofrecen la mayor probabilidad de detección de organismos mínimamente irradiados, que estarían accesibles para la exploración robótica a profundidades inferiores a 1 cm.
Como ejemplos de posibles materiales de origen biológico en Europa, los investigadores emplearon una colección de aminoácidos, incluyendo glicina, alanina y fenilalanina, que son algunos de los ladrillos que forman las proteínas de todos los seres vivos de la Tierra. Los aminoácidos fueron irradiados en laboratorio para medir su estabilidad en función de las dosis de radiación suministradas.
Cuando la cantidad de radiación se aproximaba a la que sufre Europa tan solo a unos pocos centímetros bajo su superficie en el ecuador, los aminoácidos se desnaturalizaban completamente. En estas latitudes, un robot explorador solo podría identificar, y con suerte, fragmentos bioquímicos de vida anterior, mezclados en el hielo. Tendríamos que perforar a profundidades superiores a los 10 cm para poder acceder a lugares donde la cantidad de radiación fuera compatible con la estabilidad de los aminoácidos. En cambio, si la perforación se hiciera cerca de los polos, bastaría con penetrar entre 0,5 y 1 cm.
Un factor adicional a tener en cuenta son los impactos meteoríticos, que producen un mezclado vertical de los materiales en los lugares donde impactan, exponiendo capas profundas y protegidas a los efectos nocivos de la radiación en superficie. Igualmente, los penachos de materiales que emergen desde el interior también exponen sobre la superficie hielos que pueden contener bioindicadores prístinos.
En conclusión, los mejores lugares para enviar una sonda de exploración biológica a Europa serían las latitudes circumpolares y donde existan huellas de impactos o penachos recientes, que hayan sido capaces de exponer materiales de la subsuperficie hace muy pocos milenios. Allí, perforando tan solo unos pocos milímetros, se podrían obtener las muestras más prometedoras para el análisis astrobiológico.